Presente, o alas de piedra
@candela_tiene_sabor
Dicen que cada niño trae un pan debajo del brazo. Pero en el curso introductorio a vivir no siempre enseñan que es de mala educación llegar con las manos vacías, y llego al mundo desnuda, llorando, y sin saber siquiera cómo respirar el aire que necesito para vivir. Las manos vacías ahora llevan promesas, toda una vida por delante, y la certeza absoluta de que si el mundo no es mío ahora, lo será después. No estoy segura de querer llevar tanto, aún soy pequeña, pero como llegué a casa sin invitación y sin aviso, mi trabajo es cargar el futuro que le quité a mis padres.
De pronto, un día, siento un pequeño picor en el pulmón cuando mi mamá dice que no hay dinero en casa, cuando mi padre comenta que con mi pancita ningún niño me va a querer, y cuando en el noticiero de la mañana reportan las muertes, los secuestros, los robos, y tantos más elementos que crean un paisaje que ha existido desde siempre, de una ciudad decadente donde cada día es un regalo, donde es cultura general saber que no hay paz, aunque todavía no se entienda qué es la guerra.
Los años pasan, me acostumbro a la carga y quiero comerme al mundo. Conozco la lucha desde pequeña, late constante en un rinconcito del pecho, sale cada vez los niños del colegio me recuerdan que la beca que me permite estudiar es una prueba más de que no pertenezco, y que los niños que llegan al mundo con las manos vacías las tendrán así toda su vida. Soy consciente ahora de que debo mi vida a la espectativa de que mi existencia de alguna manera solucionará errores que no cometí, y sin entender aún que lo que llevo en la espalda son alas de piedra las arrastro con orgullo, así apenas pueda caminar.
El país sigue en guerra, cada día la línea de fuego más cerca, pero el azufre lleva tanto tiempo en el aire que cuando llueve, se confunde con el olor de la tierra mojada, y tras una tormenta, se inspira profundamente con los ojos cerrados y una pequeña sonrisa. Mis padres están cansados de los rayos que no son rayos, y sacrifcan lo poco que tenemos para poder vivir sin miedo. Desde el avión, miro por la ventana, lloro en silecio por el caos que dejo atrás, nisiquiera yo sospecho que llevo un trocito de él en el corazón. Cinco años más tarde, al otro lado del océano, continúa el duelo del hogar que perdí, de la idea constante de que esté donde esté, nunca estaré donde pertenezco. Ahora soy ajena en un país que me rechaza como el cuerpo a las enfermedades: Con una fiebre que me acecha en el metro, cuando hablo por teléfono; en mi clase, cuando un profesor ve una mano levantada seguida de palabras con un acento que no reconoce del todo, pero que sabe que no le gusta; en las citas y en los bailes, cuando mi nombre y mi rostro desaparecen, y queda en su lugar una muñeca con la boca abierta y una bandera de Colombia en la frente. Donde dice “frágil”, todos ven un letrero que dice “libre acceso”. Soy dulce, siempre me lo han dicho, pero no lo compruebo hasta que, sintiéndome más amarga que nunca, me enfrento a las fauses del mundo, y descubro que mis padres se equivocaron cuando me explicaron quién se comería a qué.
Sigo con las manos vacías, y mis alas de piedra se extiendenden a mi estómago, a mis brazos, a mis piernas, y a mi cabeza. Antes había días que no podía caminar, pero la carga terminó por aplastarme hace años. La piedra viva ahora se mueve como yo, habla como yo, y gris como los días, da pasos fatigados en un camino que no llega a ninguna parte. A los veintiún años, cada señal de tránsito en las calles dice “demasiado tarde”.
Hay días en que despierto. La piedra tiembla y a lo que queda de mí lo invade la claustrofobia, mi piel me asfixia, y si pudiera quitarmela a arañazos lo haría, aunque pierda las uñas en el intento. El cerebro me pesa, el corazón me duele y mi respiración se acelera, como si tuviera la esperanza de que en un suspiro frenético mi alma fuera a salir expulsada, camino a conocer una ligereza con la que nisiquiera me atrevo a soñar.
Hace meses me ayuda alguien que estudia las alas de piedra. Me explica cómo llegaron y por qué pesan. Y me enseña a respirar de nuevo, y que aunque la piedra y la guerra estarán siempre conmigo, poco a poco se rompen y dejan rastros de luz a su paso. En cada sesión aprendo a cultivar luz en un desierto de piedra, y hay momentos donde siento que nazco de nuevo, donde siento que mis manos vacías se aferran la vida que nunca sentí por delante, y en ese renacer me siento como vine al mundo: desnuda, llorando, y aprendiendo qué hacer con el aire que aún se me escapa. Ahora cuando cuento historias, sobre todo la mía, lo hago en presente, porque todas esas realidades conviven en el día a día: la niña felíz, la joven asustada, y la mujer de piedra. Todo apuntando al futuro, un pasito más cerca al final de camino. Un ladrillo más cerca a la reconstrucción.