top of page

Manifiesto contra el dolor mudo

Zoe Pereira @zoentropia

491. ¡También por eso la soledad! ¿Así que quieres volver a tu retiro? No soy rápido, tengo que esperarme a mí mismo, hasta que el agua del manantial de mi ser sale a la luz pasa siempre mucho tiempo, y a menudo el tiempo que he de pasar sed es mayor que mi paciencia. Por eso vengo a mi soledad, para no beber de la cisterna común. Entre muchos vivo como muchos y no pienso como yo; al cabo de un tiempo tengo siempre la sensación de que quisieran desterrarme de mí, robarme el alma, y me enfado con todo el mundo y todo el mundo me da miedo. Para reponerme me hace falta entonces el retiro.


Nietzsche escribió el texto anterior hacia 1881, siendo el aforismo número 491 de su libro Aurora, que el mismo autor describió como una obra donde se reflexiona sobre la soledad, para leer en soledad y rumiar en soledad. Yo también escribo ahora desde la soledad; una soledad autoimpuesta, introspectiva y, casi con total seguridad, boicoteadora. Precisamente por eso sea el mejor momento para sentarme frente al ordenador ante la inmensidad de una gran hoja de píxeles blancos que me exigen que dé rienda suelta a la expresión de las entrañas de mi pensamiento. O precisamente por eso este sea el peor momento para escribir. ¿Cuál es el mejor momento para escribir? ¿La enajenación mental más enloquecedora o la templanza más tibia? No sé dar una respuesta a esa pregunta. En el primer caso es el corazón el que habla, un corazón desgarrado que se ahoga con su propia sangre; en el segundo caso, es la cabeza, pero no por ello habla de forma menos sincera, sino que lo hace desde la distancia y la frialdad que se necesitan a la hora de analizar qué está sucediendo en tu interior. Como no tengo respuesta, este ensayo está escrito en diferentes momentos, que puestos en conjunto abarcan todo el umbral de la felicidad y la tristeza, la valentía y el miedo, el amor y el odio, la desesperación y la ilusión. No diré a qué partes corresponde cada uno de esos estados mentales, pues en última instancia es esa pluralidad lo que me conforma y permite escribir sin tapujos.


Si escribir en general es difícil, escribir sobre salud mental resulta todavía más complicado. Por un lado, porque te obliga a ser extremadamente perfeccionista con las palabras y frases empleadas, pues incluso una coma puede cambiar el sentido de lo que se quiere expresar, y el rigor es algo que no se puede sacrificar a la hora de exponer cuestiones relativas a este tema. Por otro lado, porque es inevitable plasmar una parte de ti en aquello que escribes. Escribir es análogo a dar a luz, porque el resultado es algo vivo, tan vivo que respira, y que además se parece a ti Las pretensiones de abstracción quedan relegadas a lo imposible, pues el autor termina reflejando parte de sí mismo en lo producido. Esto no es algo malo, en absoluto. Al fin y al cabo, quién mejor para escribir sobre cierta situación que aquel que ha sido sujeto protagonista de ella. Pero, ciertamente, no es sencillo reconocerse en unas palabras escritas desde el dolor y la vulnerabilidad.


La última dificultad, si bien no es la peor, sí es la más paralizante, y es que –siguiendo el hilo de lo que mencionamos antes- nunca parece el momento oportuno para escribir sobre salud mental: cuando se tiene una crisis o se está atravesando una racha espantosa, es raro animarse a coger el bolígrafo o el ordenador y ponerse a escribir acerca de lo que se le pasa a uno por la cabeza. Cuando se está en un buen momento, tampoco apetece reflexionar sobre temas dolorosos que por ahora permanecen en una esquina de nuestra mente cubiertos con polvo y telarañas. El momento idóneo parece no existir, haciendo que infinidad de ideas, pensamientos y reflexiones queden condenadas al olvido o la incomunicación. Escribo esto, de hecho, pensando que desde luego no es el mejor momento, pero asumiendo que ese mejor momento no existirá jamás, de modo que lo más valiente es abrir una hoja con decisión y empezar a ordenar la maraña de ideas inconexas que rondan mi mente desde hace tiempo. Hay una frase a la que los coaches motivacionales rezan como si fuera su divinidad, que dice que “el momento no aparece, sino que se crea”, y si bien por lo general consideraría fraudulento todo aquello que pudiera ser dicho por un coach motivacional, creo que esta afirmación en concreto es bastante acertada.




  Se me olvidó comentar otra dificultad añadida, esta de cariz más personal, que me sirve perfectamente para introducir el tema que quiero exponer, y es que me siento una impostora escribiendo sobre salud mental. Matizo: me siento siempre como una impostora –algo estrechamente vinculado con mi condición de mujer, pero si hablara sobre eso, este ensayo sería eterno- y en especial cuando hablo de salud mental. Tengo la sensación de que no soy quién para hablar de ciertos temas ni abrir ciertas heridas, pues solo está legitimado a hacerlo quien ha pasado por un sufrimiento inconmensurable. Nunca se me ha diagnosticado ninguna enfermedad mental ni he tomado medicación ni he ido a terapia. Me considero una persona muy estable mentalmente y siempre –o casi siempre- he tenido gran capacidad de autoanálisis de cara a identificar qué me pasa en cada momento y cómo solucionarlo o afrontarlo. Es por todo ello por lo que tengo la sensación de que no me está permitido hablar de salud mental, pues jamás he librado duras batallas por culpa de ésta conmigo misma. Matizo –por segunda vez-: sí he librado batallas, pero no guerras. Sin duda ha habido momentos terribles, pero no prolongados en el tiempo, y muchas veces ese parece ser el criterio que distingue a alguien que está bien de alguien que está mal. Lo cual es, de hecho, erróneo: conozco personas que llevan yendo a terapia años, no porque estén mal, sino porque les ayuda a expresarse y entenderse mejor a sí mismos, e igual en el caso contrario, habiendo muchas personas que realmente necesitan ayuda pero jamás han pisado la consulta de un psicólogo. La cuestión clave es que esa distinción entre estar bien y estar mal nos induce a un dualismo estático donde se eliminan todas las opciones intermedias, haciendo pensar que alguien que está bien nunca puede estar mal y que alguien que está mal nunca puede estar bien. Huelga decir que eso no es así y que la salud mental no es un compartimento estanco sino que abarca un espectro amplísimo donde nunca se está bien del todo ni mal del todo.




Como decía antes, siempre he pensado que era una persona muy estable mentalmente, que no necesitaba ayuda externa y que con mis propias herramientas sería siempre capaz de solucionarlo todo. Pero hace relativamente poco me di cuenta de que esto no era así y que esa supuesta solidez inquebrantable no era sino una coraza que yo misma había creado para no admitir que, si bien no estaba mal, desde luego tampoco estaba bien, y siempre había ignorado y restado importancia a las pequeñas señales que daban cuenta de ello. Morderme las uñas y las cutículas hasta hacerme sangre, apretar la mandíbula, rascarme la piel hasta hacerme heridas –al parecer se llama dermatilomanía-, disociar, apretar los puños, nervios que se convierten en dolor de tripa, pensamientos intrusivos que derivan en insomnio... Si bien podrían ser hechos aislados que no tuvieran hilo conector, después de 22 años y mucha reflexión he llegado a la –no fácil- conclusión de que ni soy tan estable mentalmente ni tan autónoma, que de hecho tengo bastante ansiedad y que tengo un grave problema con aislarme y no saber pedir ayuda cuando estoy mal. Pero aún así todo eso parece no ser suficiente para ser merecedor de atención, o al menos no a priori. Por lo general soy una persona alegre, tranquila y despreocupada que siempre está dispuesta a atender, apoyar y escuchar activamente a las personas de su entorno, lo cual colabora en esa idea de que he de mantenerme fuerte e inquebrantable para así poder cuidar de mis amigos y familiares. La creencia de que mi malestar no era lo suficientemente grave como para ser siquiera digno de mención iba de la mano con el hecho de haber vivido muy de cerca lo que es una depresión grave -le sucedió a un familiar cercano y a una de mis mejores amigas-, así como ataques de ansiedad diarios y situaciones muy duras. Tras ver lo que es estar en lo más hondo del pozo,

¿qué derecho queda para expresar el dolor propio cuando este no es ni la mitad de paralizante ni monstruoso?

 



Hasta ahora no tuve respuesta, pero creo que finalmente la he encontrado: queda todo el derecho del mundo porque el dolor no es unívoco ni responde a una única forma. El que se puedan establecer grados dentro de cuán terrible es el sufrimiento no implica que quien sufre menos deba mantenerse callado por temor a banalizar el sufrimiento de quienes peor lo pasan. Quien va al hospital con un esguince y quien va con las dos piernas rotas reciben lo mismo: atención especializada y tratamiento para cada caso concreto. Si se ve de forma tan clara con ejemplos que remiten al cuerpo somático, físico, resulta curioso cuanto menos que lo que refiere a la mente no parezca tan evidente en un primer momento. Si bien en los últimos años se ha avanzado mucho en lo que respecta a visibilidad y educación en torno a la salud mental, aún queda mucho trabajo por hacer y muchos estigmas que derrumbar. Pero volviendo a la cuestión que nos atañe: hemos de reivindicar el derecho a quejarnos, el derecho a ser cuidados, el derecho a ser escuchados. Una queja consciente, unos cuidados específicos y una escucha atenta, porque no todas las personas pasan por lo mismo cuando tienen una depresión, o cuando tienen ansiedad, o cuando están experimentando trastornos de la conducta alimentaria. El malestar se manifiesta de formas muy diversas, pero también las enfermedades, pues si bien es cierto que hay una serie de rasgos comunes que las personas enfermas suelen compartir, también hay muchos otros que quizás no son tan visibles o no son tan conocidos y que por ello se relegan a un segundo plano de importancia.




Algo que se ha de tener como base es que nadie que dice que está mal lo hace desde el bienestar, porque algo universalmente deseable es estar bien. Nadie quiere estar mal. Quizás sea también por eso por lo que resulta tan difícil admitir que se está pasando por un mal momento, porque la idea de estar mal se suele vincular con la pérdida de tiempo, un sentido de tiempo vital. Antes mencioné a una amiga que pasó por una fuerte depresión, de la que afortunadamente salió hace algo más de un año, pero que siempre repite lo mismo: “perdí dos años de mi juventud que no van a volver”. El modo en el que siempre se enfoca la depresión es desde la vacuidad, como si de esa etapa nada valiera la pena, nada fuera rescatable o no se hubiera aprendido nada, porque es un período donde lo que se recuerda es un vacío permanente y desesperanzador. Desde luego no hemos de romantizar la depresión ni pensar que es un estado deseable, pero entre esos dos polos hay muchos puntos intermedios. La depresión no es sólo un terreno yermo, estéril; tampoco es un espacio donde aspirar a estar. Pero desde luego no es algo por lo que culpabilizarse, porque cuando tienes depresión pierdes una parte de ti mismo y estás en constante lucha por recuperar ese fragmento perdido. Así, junto con la reivindicación al derecho a la queja, quiero reivindicar el fin de la culpa y el peso que nos colgamos a nosotros mismos de la espalda, un peso duro y frío que nos recuerda que no podemos permitirnos estar mal porque la vida es aquello que sucede cuando se está bien. Esto es algo falso que no lleva más que al silencio. Trabajar por tener buena salud mental y solucionar poco a poco los problemas que nos atraviesan no significa que ese tiempo de lucha sea inútil y desde luego no significa que sea culpa nuestra el haber terminado en esa situación. Yo jamás le diré a mi amiga que esos años que tuvo depresión fueron años tirados a la basura, o que tiene que recuperar el tiempo perdido, o que no puede permitirse volver a estar mal. Porque no lo pienso así. Porque no es verdad.




El permitirse estar mal no es una decisión ni un camino que se elija con autonomía, sino el resultado de una serie de eventos cuyo desenlace es una enfermedad y que por ende no depende de uno mismo. Si queremos que la salud mental continúe el camino de la visibilización y que se eduque a las nuevas generaciones desde la consciencia e importancia que merece, hemos de superar el miedo a explicitar el malestar y no tener miedo; hemos de sabernos con el derecho a quejarnos aún cuando creamos que es un malestar superficial, porque todo dolor tiene derecho a ser visibilizado, pues ese es el único modo en que otros se atreverán a alzar la voz al estar pasando por la misma situación. Este es mi alegato: superar las categorías de “estar bien” y “estar mal” es la única manera de poder hablar con franqueza de nuestra salud mental. Hasta que no se consiga eso, siempre habrá un dolor mudo que quedará marginado y quieto, procurando pasar desapercibido, por pensar que él no es nadie para hablar. Digámosle que hable. Atrevámonos a hablar.

bottom of page