El paracaídas
Carolina Piñera Gandoy @carolina12_drawings
Con frecuencia, las personas tendían a quedarse embobadas cuando no tenían nada que hacer. Observaban el mismo punto infinito y subyacente; aunque no cabía duda de que no habría uno similar a otro: la magia, a base de experiencia, tiempo y abracadabras parecía haber demostrado (por desgracia para nuestra infancia) tener más poder en el observador que en el mago. Con el paso del tiempo le habían puesto nombres de lo más interesantes; estar-en-las-nubes, de-cuerpo-presente, en-la-luna, en-babia… Ocupando cualquier lugar menos el que debiera correspondernos. Eran nombres divertidos, destinados a devolver a la persona al planeta tierra con un poco de humor; recuperar su atención sin exaltarle demasiado. Todo ello estaba bien, con la excepción de que normalmente, para coger perspectiva era necesario alejarse un poco, dar unos pasos hacia atrás, incluso de nosotros mismos, o mejor dicho, sobre todo de nosotros mismos.
Los astrónomos, físicos y demás personalidades del mundo científico se acostaban con las certezas calentitas de saber cuántos astros y cuerpos celestes se encontraban en la vía láctea, no era de extrañar, acostumbrados a viajar más en naves espaciales y transbordadores que en metro o bus, jamás habían tenido la oportunidad de observar la mirada de una persona ajena a su propia gravedad. El metro era un buen lugar para encontrarlas, tantas miradas perdidas permitían crear auténticas constelaciones. Olvidándonos nos hacíamos más conscientes de nosotros mismos. De hecho, era probable que Aida tuviera ese tipo de mirada mientras pensaba todo esto. La mano izquierda se le había dormido y hacía movimientos sevillanos con ella mientras su mirada no se despegaba del anillo de Saturno en el que se había metido. El metro parecía ir más rápido de lo normal, pero aún quedaban siete paradas hasta que se tuviera que bajar de la luna y del vagón. Muchas veces estaba bien tener tiempo para pensar, podías organizar tus pensamientos, racionalizar emociones, planear situaciones… otras eran los pensamientos quienes dirigían la película.
Aida esbozó una mueca de dolor, se frotó las manos igual que siempre hacía cuando intentaba conservar la tranquilidad. Una venda le recorría la rodilla y le apretaban los zapatos. Mantuvo encendido el modo frotar y se llevó las manos a las sienes. Llevaba con fuertes dolores de cabeza desde no sabía cuando, que solo aumentaban cuando recordaba tener un bolso vacío de paracetamol o ibuprofeno. Bajó la mirada y centrándose en sus zapatillas con estampado de ajedrez, sintió una punzada fría y precisa en el lado izquierdo de la cabeza. Siempre tratando de olvidar para luego terminar recordando con más intensidad. Cerró fuerte los ojos. Apenas había dormido, y pensarlo ya la dejaba cansada; si hubiera sido más joven se hubiera alegrado, solía tener la fuerte creencia de que durmiendo menos se vivía más y necesitó muchas noches sin dormir para darse cuenta que dormir era necesario para vivir, y que esa equivalencia matemática, aunque lógica, se saltaba varios principios humanos.
Estaba a cinco paradas de la suya, mientras buscaba su cubo de rubik, cuando se llevó un fuerte empujón al grito de ¡quita de en medio!, sobresaltada, se giró, buscando rápidamente con la mirada no sabía muy bien qué.
Un hombre de unos cincuenta años, alto y corpulento, se abría paso entre las piernas cruzadas y los brazos dependientes del móvil. Llevaba la prisa no de quien llega tarde, sino de quien se cree importante. Aida esbozó una mueca de disgusto y bajó otra vez la mirada hacia las zapatillas, no quería pensar, pero sin lugar a dudas el metro era una gigantesca biblioteca en movimiento, no habría apenas libros pero la apariencia de un tiempo infinito mezclado con un espacio limitado fermentaban cualquier pensamiento. Hallado el cubo, comenzó a darle vueltas, que siempre era mejor que hacerlo con la cabeza.
En breve llegó a casa, bebió un vaso de agua, desde su habitación el piano la miraba en silencio, cómo no, solo cuando ella le hacía caso se dignaba a responder, le recordaba a su pareja, o a lo que sea que fuera Él. Dio un repaso mental a todas las cosas que tenía que hacer; estudiar, adelantar prácticas, ir al gym, practicar con el piano y el violín, terminar unas ilustraciones, coger apuntes de varios libros y estaba segura de que se dejaba algo. Todo se amontonaba como una gigantesca pirámide de palillos, tan alta como endeble. Sabiendo que en el centro estaba ella, mirando más y más arriba, construyendo no solo con la cobardía de destruir su propia obra, sino con el pánico de que esta la pudiera destruir a ella. Y sin embargo, siempre había que apuntar alto no sea que se notara que nuestra carne era humana, que sangrábamos y gemíamos, ya no estábamos atrapados por el placer de ganar, ahora nos constituíamos en el miedo a perder. Y así, habíamos tenido que aprender a construir nuestras fortalezas regando nuestras debilidades.
Aida se pasó la mano por la frente, le gustaba escribir pero nunca salía nada al acercarse a la página en blanco. Se le podían ocurrir razonamientos y pensamientos interesantes a lo largo del día, pero a no ser que los apuntara se quedaba con la vaga sensación de haber tenido y perdido algo infinito.
Comenzó a buscar un cuaderno en el que apuntar en una frase breve y concisa todo lo que acababa de pensar sobre las debilidades, mientras trataba de no olvidarlo. Pero todo lo que pudo encontrar fue un pequeño cuaderno verde que rezaba en su portada “Diario”. Lo miró con perplejidad, le dio la vuelta e investigó sus hojas; comenzó a preguntarse por qué sería tan cursi tener un diario. Una persona que escribía sobre su vida le parecía una piel el doble de compleja que aquella que no lo hacía: o bien se conocía mejor o se mentía más. Era interesante dejar de ser espectador de la propia vida y pasar a narrador. Narrarte implicaba actuar, contemplarte y registrar. Guardarías pensamientos, sacarías conclusiones y con seguridad te contarías cosas que ni siquiera sabías. También te convencerías de estupideces, rumirarías pensamientos y gastarías más tinta. Que lo hubieran tachado de cursi o femenino, ambientado con risas socarronas solo parecía ser una prueba más de las ventajas de tener un diario. Nada se censuraba porque sí, ¿no? El sexo parecía haberse censurado para alejar a los más jóvenes de él, en una especie de tentativa para que no se acercasen a aquello que desconocían; la muerte también cargaba con fuertes tabúes, que quizás fueran intentos de evitar momentos incómodos, mientras que los diarios, al igual que la charla con uno mismo y los prolongados momentos a solas, tan necesarios para llegar a entender nuestros propios demonios; no parecían estar del todo bien vistos en una sociedad justificada por sus redes. Sin lugar a dudas, siempre era más fácil guiar a alguien desorientado que a una persona que supiera donde estaba. Aida adoraba las cadenas lógicas de pensamientos, le reconfortaba saber que no eran probables pero tampoco imposibles. Abrió el diario, cogió un boli y se fue hasta la última página, “yo tampoco entiendo nada”confesó.
Pasó la tarde haciendo cosas, convenciéndose de las ventajas de tener un diario, y tratando de no traspapelar los verbos entre las actividades, a poco estuvo de entrenar en el piano y tocar el gym. Tan mecánico todo, que no parecía extraño que los fallos también fueran propiamente mecánicos. La humanidad nos la habíamos dejado olvidada al fondo de una taza bien cargada de café, o quizás en las secuelas de una cama atropellada por el insomnio.
No fue hasta la noche cuando cargando con el peso de las agujetas y las expectativas, se terminó decidiendo a abrir otra vez el diario. Su madre lo había alejado de su vista siempre que había podido, forzándola a no cogerlo; muchas veces con insistencia, pero ya sabemos todos qué color adquieren las cosas rodeadas por el suspense de una gigantesca cinta policial. Su mente daba vueltas y más vueltas, como una lavadora último modelo, ahora capaz de ensuciar más que de limpiar.
Aida, con un bolígrafo en la mano, abrió el diario.
Lunes
No voy a empezar esto por “querido diario” solo planeo contarme cosas a mí misma, o al menos, atentar con hacerlo. Los días pesan, se inflan y después se escurren, se escapan, se escapan lejos y yo quisiera escaparme con ellos, lejos, lejos, pero solo soy un escenario sobre el que echar el telón: un acontecimiento desvestido de instantes, un acontecimiento desvestido de sentido. Se complican los giros, cada vez más pequeños, más estrechos, más claustrofóbicos, hay que maniobrar, necesito la marcha atrás, pero me la han quitado, me la han quitado porque no quieren que mire atrás:
Iván ha dejado de hablarme, pensar en los exámenes me consume lentamente, apenas puedo mirarme al espejo, mamá tose, mi hermana llora, el cielo se cae, mis infiernos se queman…
No busco perder impulso, pero es bien sabido que los seres humanos solo han logrado llegar a algún lado, dejando algo atrás.
Así podría seguir, alimentando la llama que corre y corre hasta la dinamita.
Sé que muchas veces la angustia me devora, es similar a un sueño en el que soy lanzada a unos abismos, un sueño que nunca termina, porque en cuanto me despierto, vuelvo a caerme. Y la peor parte: siempre soy yo quien me empujo.
Y sí, también sé que para volar hay que aprender a saltar, pero,
¿y si el miedo pesa más que la libertad?
Muchas veces avanzar parece complicado, sobre todo cuando los porqués no están del todo claros, y preguntarlos puede parecer ridículo o incluso insultante, ¿cómo preguntar en mitad de una guerra por qué estamos cargando los cañones sin arriesgarnos a que los cañones terminen apuntando hacia nosotros?
Porque claro, algo por lo que nos estamos jugando la vida, cómo nos vamos siquiera a preguntar por qué lo hacemos.
Sin embargo estoy cansada, como solo se está cuando apenas se tienen fuerzas para decirlo. Un tipo de cansancio que no radica tanto en la cantidad de actividad física desplegada como en su histérica represión.
Impasible, soy un objetivo al que cualquiera puede disparar, y yo lo espero, lo espero pues es la única forma en la que puedo probarme que lo sé esquivar.
Que toda esta espera ha tenido el sentido que mis reflejos han conseguido conquistar. Necesitada de un golpe externo, soy la víbora que no espera para atacar, sino para ser atacada.
Y aunque esquive a la perfección todos mis fallos y derrotas, no puedo engañarme realzando mis mentiras, no puedo esquivar la incertidumbre, ni los segundos clavados en las ojeras, ni tampoco las emociones reptando entre los huesos.
No puedo, pero claro, al fin y al cabo
¿qué sabe de la vida quien no ha tenido que morir varias veces?
Aida pegó un bote, sumida en sus pensamientos, el metro no parecía ir muy lleno. Aún sobresaltada, se quitó los cascos y observó lo que parecía una fuerte discusión de pareja, hombre y mujer oscilaban como un péndulo entre la ira más mordaz y la tristeza más silenciosa. La edad de ambos debía encontrarse entre los 25 o 30 años, y parecía que habían entrado en ese punto de las relaciones donde solo se puede luchar o perderse; un juego en el que además la lucha no tiene por qué ser sinónimo de victoria, ni la pérdida de algún tipo de fracaso. El hombre intentaba mostrarse indiferente mientras se esforzaba por mirar a cualquier sitio que no fuera la mujer que le hablaba, la mujer subía más y más la voz como si cada decibelio prometiera acercarla un poco más a la mirada que el hombre se empeñaba por silenciar. La tensión y el choque era tal, que se podría haber arrimado una vela y esta habría terminado por encenderse.
El mutismo del hombre estaba marcado por el compás de las lamentaciones de la mujer, y todo tomaba el aspecto de una gigantesca cuenta atrás.
Finalmente, no tardó mucho en escurrirse el corcho.
El hombre gritó a su mujer “¡Solo te quejas, no sabes nada, eres una inútil, siempre estás igual, no has usado jamás la cabeza!”
Sus disparos siguieron, pero Aida se negó a escuchar, se había quedado tan congelada como la mujer, que no tardó en romper en llanto.
Aida sintió como si hubiera viajado a un pasado remoto, un pasado olvidado, más profundo y por ende, más oscuro. Sentía recordar justo esa escena de múltiples formas, colores y texturas, solo faltaba una especie de cartel que la animara a encontrar las siete diferencias. Con frecuencia había visto cómo los hombres tendían a poner de manifiesto lo que a sus ojos era la gran irracionalidad de sus parejas, sustituida siempre por unas emociones insoportables. Porque claro, las mujeres eran ilógicas y emocionales. Incapaces de mantener la cabeza fría, incapaces siquiera de usar la cabeza. Aida observó con los ojos vidriosos como la mujer no tardó en bajarse en la siguiente parada.
Cuando era pequeña, su propio padre le había convencido de que ciertos estudios o actividades podían ser muy asfixiantes para las mujeres. Sin embargo, Aida estaba convencida de una cosa, siempre que alguien había dicho que algo era demasiado pequeño, demasiado duro o demasiado blando, lo había hecho en relación a otra cosa. El hombre se sentó, mirando aún la dirección por la que la mujer se había marchado. No podíamos comparar sin un modelo de referencia, no tenía sentido un más que o un menos que, si después no teníamos un objeto modelo. Así, que una mujer fuera ilógica, tuviera dificultades en los estudios o no hubiera usado jamás la cabeza, parecía que tenía más que ver con los hombres que lo decían que con la mujer a la que se lo decían. Es más era muy posible que si ciertos hombres a lo largo de la historia hubieran recalcado la irracionalidad de las mujeres, no les interesara tanto esa irracionalidad como su propia racionalidad. ¿Cómo si no iban a juzgar? Un juez es juez en tanto que no solo sabe de aquello que es justo, sino que encarna el ideal de justicia. Se es juez en tanto que se aplica la justicia y dejar de aplicarla equivale a dejar de ser juez, es así que es necesario aplicarla para conservar tal cargo. Como ciertos hombres a lo largo de la historia habían tenido que seguir recalcando la irracionalidad de las mujeres para conservar sus puestos como seres racionales.
Aida se bajó del metro, aún tenía un largo paseo hasta llegar a la facultad, y como en un sueño profundo, poco a poco se iba sumiendo más y más en sus pasos, sostenidos por sus pensamientos, olvidándose, como en una lenta hipnosis, de ella misma.
Comenzó a recordar aquella conversación que tuvo con una vieja amiga, cuando hablaron del destino de la mujer, los cambios en la historia y hasta de política. Una conversación que les llevó de paseo a las entrañas de la otra. No era de extrañar que hubiesen terminado perdiendo el contacto.
Tal y como Aida lo veía, había dejado de ser válido ese atajo de que la mujer había sido creada para ser esposa, madre de familia y ama de casa; con la decadencia fanática de las religiones y la nueva proyección de la fe hacia las ciencias, el papel de la mujer dejó de estar justificado por naturaleza, y pasó ella a justificar su propia naturaleza. Indudablemente, una de las partes más peligrosas de los incendios eran aquellas en las que parecía que lo peor había pasado; donde solo quedaban cenizas y todo parecía arrasado, tendían a ser los lugares donde mejores eran las llamas jugando al escondite. Ello era lo que de verdad provocaba quemaduras de tercer grado, una confianza excesiva aderezada con una mayúscula ceguera eran capaces de fabricar su propia gasolina. Porque, ahora no teníamos machismo alguno, sino feminazis agarradas a su hembrismo, ejerciendo lo contrario que defendían: igualdad.
Claro, pues vivíamos en una época donde en lugar de una fregona, la mujer tenía derechos. Ahí encontrábamos la pepita de la desigualdad enterrada por el feminismo. A muy pocos se les había ocurrido pensar que la fregona había terminado por limpiar toda la falta de derechos de las mujeres, y que ellos no estaban tan destinados a provocar una nueva desigualdad como a suprimir la anterior. Las cosas normalmente se arreglaban cuando estaban rotas, los tornillos que estaban flojos eran los que se apretaban, del mismo modo que se limpiaban las zonas sucias y se tapaban los agujeros. Carecía de sentido tratar de tapar un agujero que no existía. Así, no podía haber una igualdad generalizada cuando se reparaban las cosas; -arreglaríamos lo roto y no lo intacto- Equidad, aunque alumna de la igualdad (y era bien sabido que el alumno tendía a superar al maestro), a pesar de no haber dado lo mismo a cada uno, había conseguido dar lo que a cada uno le correspondía. Y sin embargo, resultaba ser cada vez más y más aceptado el término hembrismo. En un mundo regido por la razón masculina, cualquier tentativa de igualdad, la interpretarían siempre como un golpe de estado. Solo había que abrir cualquier red social para comprobarlo. Aida recordó aquel día que vio una publicación burlándose de la última ley del Ministerio de Igualdad. La gran mayoría de comentarios masculinos eran quejas tan socarronas como sexuales, envueltas por desternillantes risas enlatadas. Destacaba el #hembrismo, víctimas de su propio teatro en el fondo. No había que ponerse las gafas para ver que si los derechos que finalmente había conseguido la mujer, fueran verdaderamente injustos, no causarían gracia alguna, sin embargo, el más hilarante humor negro se construía con ellos. Como si estuvieran convencidos de la gigantesca mentira que eran, se reían con la certeza de que por mucho maquillaje que se aplique, es imposible disimular ciertas arrugas. Aida, ya entrando en la facultad, pensó que todos los actuales resentidos por el feminismo, eran antiguos creyentes del machismo, que ahora, por no poder afirmarlo, no les había quedado otra que odiar sus contrarios.
La gran mayor parte de la mañana la pasó prestando escasa atención a lo que la rodeaba. Observaba a los niños juntarse y mezclarse entre ellos, como si fueran un gigantesco ajedrez, con frecuencia siempre había alguno más aislado, más relegado, y casi siempre era la pieza que terminaba rescatando el juego, o el desaparecido que en el último momento salvaba al protagonista de la película.
-¡Aidaaa! ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
Sorprendida por esa voz tan familiar se giró sonriente.
-¡Oh, Chloe! Muy bien, ¿cómo te va todo?
-Ya sabes, sobreviviendo a los exámenes.- Dijo poniendo esa mirada complaciente que solo usábamos con determinadas personas.
Chloe era una de las pocas chicas con las que no sentía la necesidad de llenar los silencios, y lo poco que hablaban, parecía que estuviera esperando a ser dicho, dos gigantescos huecos de colchón, cubiertos finalmente por los cuerpos que les correspondían. Era una chica verdaderamente preciosa, pero Aida no estaba segura de si eso jugaba a su favor o en su contra, el espejismo de su físico la condenaba a una trascendencia de la que no tenía por qué sentirse parte. Tomar un café con ella, al igual que la gran mayoría de las veces que quedábamos para tomar algo con alguien, no era tanto un fin como un medio. Si lo que nos importara fuera tomar algo, quedaríamos a tomar algo con cualquiera.
Chloe no tardó en irse, aunque hubiera preferido haber estado algo más con ella. Como una especie de revelación recordó haber metido el diario en el bolso, y mientras se terminaba el café buscó entre apuntes, lápices y papeles de propaganda, un cuaderno verde y un bolígrafo.
Martes
Hoy me ha costado mucho levantarme de la cama y no porque tuviera sueño, ya llevaba 15 min despierta antes de que sonara la alarma, pero me costaba moverme. No podía dividir mi energía, tenía que concentrarla en mover un dedo o la pierna. Y no tardaba mucho en olvidarme de lo que estaba haciendo. Como si tuviera demasiadas pestañas abiertas en un ordenador, nada respondía. El examen del viernes está consumiéndome, como solo se consumen las cosas que llevan demasiado tiempo ardiendo. Apagarme tampoco parece una buena solución, siempre brota alguna chispa y todo vuelve a empezar, una vez que hago un examen importante, la mayoría de las veces tengo la certeza de haberlo destrozado, y las noches sin dormir, los dolores de estómago y los pinchazos en la cabeza se multiplican incesantemente, una y otra y otra vez. Al mismo tiempo sé que yo tengo buena parte de control en todo esto, sé que lo que me está empujando a un pozo sin fondo es la culpa con la que yo misma me autolesiono. La distancia entre la tristeza natural y la depresión se llama culpa, pero, ¿cómo evitar un castigo que mereces sin cometer otra injusticia? Atrapada, en medio del tiro de la chimenea, sin bajar ni subir, y todo amontonándose, arriba, arriba, aterrador pues necesitaba que pasara algo, pero cualquier opción parecía insoportable. Iba quedarme allí esperando, camuflándome con el amueblado, en mitad de la ropa guardada en los armarios y los secretos de las paredes, por si de casualidad conseguía llegar a sentir tanto como ellos. Y yo pensaba, pensaba en el techo respirando, en las calles empezando a hervir, en los ritmos de los pájaros como balas perdidas, pensaba y cada pensamiento salía de mi cabeza como una burbuja, real, concreta, circular, perfecta, transparente, podía verme a través de ella pero 3, 2, 1… explota. ¿En qué estaba pensando? Solo cuando cogí los exámenes, la chimenea, los armarios y los metí todos dentro de la misma burbuja, cuando conseguí finalmente levantarme de la cama, decidí mirarme al espejo, esperando encontrar alguna especie de justificación, de indicio a por qué aún respirando y con un corazón que latía, me costaba tanto vivir.
Y sonreí, le sonreí al espejo, y a pesar de mis esfuerzos, a pesar de una tentativa casi suicida, me devolvió una sonrisa tan vacía, que parecía tallada en calabaza.
Aida llegó a casa. Su madre tosía y se quejaba de las labores domésticas. Debía de llevar buena parte del día limpiando, la casa brillaba y desprendía una atmósfera de frescor, pero su madre tenía el semblante oscurecido. Pensándolo bien, parecía que la esclavitud se había perpetuado en la labor de las amas de casa, limpiando, fregando, quitando y poniendo; para que una vez que el polvo y la suciedad hubieran cubierto todos los esfuerzos, tuviera que repetir lo mismo mañana. El ama de casa perpetuaba el presente, y tenía que hacerlo cada día, sin esperar más. Su madre siguió tosiendo, mientras trataba de disparar palabras entre tos y tos. Aida se frotó los ojos, no sabía dónde estaba su padre, casi nunca estaba en casa, y había terminado por acostumbrarse a la falta de respuesta y la redundancia de la pregunta. Veía a su madre, siempre sola, tan anclada, tan inmóvil, como su padre, dependientes el uno del otro, pero pareciera que ambos hubieran perdido su autonomía sin librarse de la soledad.
Su padre siempre había intentado encarnar a la perfección el ideal del Hombre, se había tomado muy en serio eso de que el mismo nombre “hombre” representara al género humano: fuerte, justo, independiente, racional, servicial, todo era tan bueno que no parecía real, y eso era justo lo que más aterraba a Aida. Tal y como ella lo veía sentía que los hombres nacían con la pesada carga de la responsabilidad, semidioses, arrastraban un aura trascendente que les condenaba a dos opciones: o tratar de encarnar ese ideal y arriesgarse a perderse a ellos mismos, o demostrarse como reales y arriesgarse a perder a los demás. Su padre parecía atrapado en la primera opción, todos los hombres parecían una especie de fraude, y su padre se empeñaba en demostrar desesperadamente que él no era así, pero tan real y perfecto como parecía puede que no fuera más que un gigantesco síntoma de una enorme mentira. La verdadera tesitura en que se había incrustado a los hombres es que no parecerían enanos si no se les pidiera que fueran gigantes. Si no se les cargara con el peso del mundo desde que nacen, y si no hubiera uno de los sexos sobre el que no cargan nada por considerarle inútil de entrada. Ello es una de las cosas que el machismo incrustó tan bien, aún pareciendo que favorecía al hombre, un sistema que condena solo a una de las partes al privilegio también lo castiga a sus tristes contingencias, a las presiones de la gloria, las expectativas hiperinfladas y el pánico a la decepción.
Aida echó una mirada alrededor, pensó en el piano, tan silencioso como siempre, podía tratar de estudiar para los exámenes o también intentar leer un poco, pero con seguridad terminaría pasando las hojas como estaba pasando los días: sin saber muy bien por qué.
Tocar el piano o el violín solía entusiasmarle, dibujar le calmaba y escribir le permitía caminar por lugares recónditos, mientras deletreaba sus propios caminos. Ahora todo se le presentaba como una gigantesca lista de la compra, pensaba en ella más por obligación que por placer. Una forma de probarse que seguía siendo la prolongación de lo que alguna vez fue.
Y cuanto más sentía que tenía que probarse ser la misma que algún tipo de pasado acarició, más pesaba el lápiz, más gemía el piano y con mayor facilidad desaparecían todos los caminos alguna vez nombrados.
Solo quería dormir, no quería ser consciente de estar consumiéndose en su propia llama. Prefería salirse de la partida antes que jugar con los dados cargados.
....
Aida se había vestido, había salido y ahora estaba en clase, pensando una y otra vez esa secuencia de acontecimientos, cómo pensamos en las cosas de las que nos arrepentimos.
Había llegado a la facultad con mucho sueño, tenía ganas de refrescarse la cara, había entrado al baño y la había visto allí tirada.
Todo se había llenado de gritos de ambulancia, escalofríos compartidos y preguntas sin respuesta. Las emociones se habían difuminado con los acontecimientos, y por un momento nadie sabía muy bien dónde estaba el límite de cada uno. Mientras se la llevaban, Aida le había dicho adiós, y por primera vez, Chloe no le había respondido. Estaba estable, pero los rumores apuntaban a una posible intoxicación. Aida sintió como si un gigantesco mosquito le chupara hasta la última gota de sangre, podía moverse pero era incapaz de sentirse a sí misma. Espectadora de su propia vida, marioneta con los hilos rotos, tan libre como inútil. Podría haber ido al hospital, escaparse a casa o continuar con las clases, pero desenchufada de su propia vida, no parecía posible que la energía pudiera transformarse en algo más allá de sí misma. Así permaneció sentada, no respondía, la mirada perdida, buscando algún sitio donde refugiarse. Todo se dividió en fotogramas, la continuidad se perdió y sus pensamientos jugaron con ella el mismo papel que el óxido aventura con el hierro. Trataba de recapitular, de concentrar sus pensamientos para tomar algún tipo de decisión. Una profesora, conocedora de la relación entre Aida y Chloe, divisó la derrota de Aida, comenzó a acercarse y aunque ignorante de ello, el volumen del pensamiento de Aida estaba por salirse de su propia cazuela.
Así, como una lotería que toca sin haberla comprado, en cuanto la mujer llegó al lado de esta, ella ya había salido corriendo. Aida corrió. Atravesó escaleras, pasillos y normas sociales. Varios grupos de estudiantes la vieron pasar, corriendo como corría, algunos pensaban que era una loca y se sentían bien por no ser así; otros empatizaban con ella o su posible desgracia, y se sentían bien por ser así. Todo el mundo la miraba un poco raro, y es que las cosas sin explicación tendían a ser un poco raras. Aida no huía de nada, tampoco estaba buscando algo, y mucho menos llegaba tarde a sitio alguno. Estaba harta de tener que sufrir su vida, de verla impasible, como espectadora estaba agotada, el 3D de la película era lo suficientemente real como para que las pedradas provocaran sangre y moratones. No podía más, aunque fuera una pantalla, aunque no tuviera nada que hacer, lucharía contra ello. Necesitaba sentir que podía hacer algo; aunque fuera víctima, si no interpretaba ese papel, podía convencerse de que no lo era. Llegó al metro y dentro, no pudiendo correr, escribió, se perdió entre versos y estrofas, ya estaba harta de buscarse. Siempre temerosa de atentar la poesía no sea que no fuera lo suficientemente buena, no sea que por escribir se terminara borrando ella. Siempre parecía más sencillo aguantar las ganas de escribir que soportar sus propios juicios.
Exhausta, no tardó en llegar a casa, entró, dejó las cosas y se cambió. Le hubiera gustado hablar con su madre, contarle todo, aún no sabiendo muy bien lo que le habría dicho. Sin embargo, como si su madre se hubiera quedado atrapada en el día de la marmota, repetía con total precisión el día de antes: Se quejaba y tosía siguiendo los mismos compases. Aida, disgustada, se encerró en su habitación de un portazo. Desde pequeña había aprendido a mojarse las ganas de hablar con su madre, de contar-las-cosas, muchas veces había sentido que al admitir sus debilidades, daba pie a que su madre reafirmara sus propias fortalezas, y como pies, solo sabían pisar. Le pareció escuchar quejas más fuertes de su madre, pero se sumergió en sus cascos y se lanzó a por el diario.
Miércoles
Las horas se amontonan, me están enterrando viva, ¡ahí están! ¡tan reales, tan efímeras!, destrozan sin dejar huellas. Saben ponerse los guantes. Leer solía neutralizar sus efectos, pero se me está olvidando cómo hacerlo, las letras flotan en la página, se mezclan y vuelven a disolverse. El libro se evapora. ¿Y los escritores? ¿Podía decirles que sus años de trabajo se me habían escapado de las manos? Y los jueces ¿era justo eso que me acababa de pasar? Quizás necesitaba un político, que estuviera dispuesto a compartir una pepita de su verdad. O un futbolista, marcando gol a todas las mentiras. Sin embargo, me traicionaba, mi fe rayaba en hipocresía, no soportaba a esas estatuas a prueba de palomas, miraba a esas grandes personalidades como microbios ya podridos por las contingencias de la vida, y a pesar de todo, a pesar de todo sentía como si estuviera cometiendo un crimen contra la humanidad, un pensamiento prohibido que nunca debería haber tenido, una vergüenza pornográfica nutriéndose como un parásito del puro torrente sanguíneo, pero no tenía motivos para explicarlo, ¿entonces, tan contingente era yo también? Por lo pronto, necesitaba concentrarme para poner un pie detrás de otro, el hambre y el sueño parecía que los había perdido en la misma partida de póker. No sé dónde estaban todas las cosas que antes adoraba hacer. Siento como si estuviera atrapada en un tipo de tristeza tan enfermiza, tan egoísta, que se ha quedado con las lágrimas. Algo así como cuando se tienen ganas de vomitar, pero por más que lo intentas, no lo consigues; te resignas, con la desesperación obstruida en la garganta. Me sentía atascada, podía respirar pero no coger aire, hablar con la destreza de no pronunciar una palabra, y saludar con el ímpetu de quien ya se ha ido. Era un río que callejeando, volvía de vuelta a su fuente. Pero al fin y al cabo, yo era muchas cosas, muchas fuerzas, desplegaba tantas actividades como roles, me victimizaba y me daba a un rol, ayudaba y me daba a un rol, correr me cargaba con el rol de la actividad, esperar con el de la pasividad, pasaba de víctima a militante sin apenas notarlo. Lo que no podía entender era que, una vez que todos los roles estaban machacados, destilados y raspados, una vez que el rol era carecer de rol, ¿qué era yo? ¿Las sobras de lo que había quedado? El tipo de emoción que me llevaba a todo esto parecía falsa, una emoción fantasma, invisible, pero capaz de espantar a todas las demás.
Su poder radicaba en que como un virus, aún no siendo considerado un ser vivo, podía llevarse por delante todo lo que respirase.
Veía mi propia decadencia, pero solo me encerraba más en ella. Un nudo del que cuanto más se tira, más se aprieta.
Hasta las cosas que me aterraban estaban cubiertas por la misma anestesia: El examen del viernes, el silencio de Iván, la soledad, y claro, los problemas del mundo, la violencia, la corrupción, la mentira, y tantísimas conciencias limpias.
Necesitaba consolarme suponiendo que cada quien sangra a su manera.
“La verdad te hará libre, pero no hasta que haya acabado contigo.” Entonces, Aida quería que acabase de una vez con ella. No sabía dónde había leído esa frase, pero se sentía a salvo recordándola, y se aferraba a ella como los villanos de las películas se aferran a los peñascos de los precipicios. Ella construía su propia agonía. Apenas había dormido en toda la noche; no se había mirado al espejo, pero se podía imaginar el enorme tamaño de las bolsas de los ojos por cómo le pesaban los párpados. Tampoco sabía muy bien por qué había ido a clase. ¿Qué hacía allí? ¿Qué hacía toda esa gente allí? ¿Por qué llevaba unos pantalones tan apretados? Se sentía abrumada y al mismo tiempo distanciada, tocada por cosas que no podía ver. Nada tenía mucho sentido. ¿Por qué tenía que sentirse así? ¿Qué había pasado con Chloe? Le hubiera gustado prestar atención a lo que decía el profesor, al igual que le hubiera gustado poder dormir o volver a disfrutar del piano. Pero simplemente no era así, parecía como si le hubieran arrancado el corazón, lo hubieran masticado un poco y después se hubieran encargado de ponerlo a la fuerza en su sitio, para que ahora se limitara solo a latir. Ayer había dado el numerito de salir corriendo y podía ver cómo algunos compañeros la miraban más de lo normal, o quizás solo se estaba convenciendo de ello. Hacía mucho tiempo que no corría, había sentido el impulso incontenible de hacerlo y no se arrepintió: mientras corría no pensaba, no sentía. Habría salido corriendo ahora sin dudarlo. Habría recogido y guardado lentamente las cosas en una agradable cuenta atrás, y después habría explotado. Sin mirar atrás. Se imaginaba la cara del profesor y la de sus compañeros. De muy buen agrado lo habría hecho si sintiera que algo así le hubiera llenado lo más mínimo, pero habría sido igual que quedarse allí sentada, y podría ahorrarle un paro cardíaco a su campechano profesor ya al borde de la jubilación. Así que se quedó sentada, no escuchó la clase porque sus voces interiores gritaban más, pero se quedó sentada.
Se vio ir a la deriva, las olas de su angustia la arrastraban cada vez más adentro. Ella flotaba y se sumergía, respirar no importaba, ya se había olvidado de cómo se hacía. Iba a dejarse llevar, porque forzando los caminos siempre terminaba perdida y deseaba más que nunca llegar a algún lugar. Necesitaba creer eso de que después de la tormenta llega la calma. Habría agradecido cualquier trozo de tierra, una pequeña isla desierta, aunque hubiera terminado siendo un monstruo dormido. Y sin embargo lo que de verdad necesitaba era dejar de sentirse así, víctima de un proceso intermitente, solo quería una conclusión, no podía arder hasta la eternidad. La clase se fue quedando poco a poco más y más vacía, pero Aida incapaz de sentirse llena, no detectó cambio alguno. Absorta en su hundimiento, el aparente mundo real era un gran escenario de infinitos mundos interiores. Ajenos a reglas, leyes de la naturaleza y certezas lógicas, ajeno a lo real, esos mundos podían ser tanto un paraíso como el mismísimo infierno. Todos teníamos uno de cada, pero pasábamos más tiempo en uno que en otro, apreciábamos más unos atributos que otros; el fuego quemaba pero también iluminaba. Y aunque vivir en un paraíso siempre estaba bien, puede que solo lo disfrutáramos si tuviéramos la ventaja de pasar unos instantes entre llamas, ¿cómo si no considerar que somos reyes de nuestro paraíso y no víctimas de la rutina? ¿cómo saborear el paraíso si jamás habíamos sido masticados por el infierno?
Aida, confundida y desorientada, como un pez arrastrado por la corriente, se levantó y balanceándose un poco, aún con sus incendios macerando en sus aguas abismales, salió por la puerta. Caminó y por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentó en un banco al sol. Cerró los ojos y se mantuvo así, acariciando la eternidad. Eso no podía quitárselo nadie. Aunque agonizara, nadie podía privarla de las últimas bocanadas de aire.
Cogió su bolso y abrió el diario.
Jueves
Creo que las personas normalmente dicen que tienen miedo cuando pasa algo que las asusta, o cuando sienten que hay algo peligroso que está por venir; a mí no me pasa eso, tengo miedo pero no sé qué es lo que me asusta. Puede que sean varias cosas y la sensación se proyecta hacia todo. O quizás si me pasa algo, quizás tengo miedo a algo tan aterrador que la única opción es negarlo: si no lo veo, no existe. Es admirable cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno. En cada intento de comprensión, de razonamiento, de argumentación, hay siempre una tentativa de sabotaje: La elección de las pruebas, la importancia de unas conexiones frente a otras, lo que se dice y lo que se calla, hasta las conclusiones que se infieren, no son más que dados cargados y que justificamos con la banalidad del azar.
Hablo con la verdad, necesito creer más que nunca que esa verdad está en alguna parte, que alguien tiene esa verdad. Si nadie puede dármela termino por dármela yo. Mañana tengo el examen, y cada vez que me imagino con el folio delante, pienso que me voy a quedar igual de blanca que él.
Todo lo estudiado se me va a escapar a través de las noches en vela y los dolores de cabeza, y en medio estaré yo, colgada de mis expectativas y ahogada por el fracaso.
Empezaba a sentirme un resultado de acontecimientos y relaciones inciertas.
El mundo estaba más podrido de lo que parecía.
Iván me escribió y fue insoportable. Después de pasar un tiempo sin hablar con alguien siempre hay un poco de niebla en la conversación.
Parece como si me hubiera quitado algo infinito, y aunque no se ha llevado nada, el problema de darlo todo, es que jamás se recibe bastante a cambio.
Podía dejarme en paz, no necesitaba recordarme lo que tenía que olvidar. Nunca había habido nada real entre nosotros, todo había estado siempre en el aire, pero precisamente no es sino con el tiempo cuando se siente la falta de él. Aún así, yo prefería ahogarme a vivir eternamente al borde de la asfixia. Le echo de menos, tanto como le quiero, durante meses le había idealizado a fuego muy lento, había que idealizar a las parejas, ¿cómo si no nos íbamos a enamorar? El problema radicaba en que estas semanas mi soledad me había dado más paz que su compañía, y me estaba costando convencerme de eso. Débilmente, su imagen se desvanece, el sentido se desvanece, y lo peor, mis buenas decisiones se desvanecen.
...
3 días después
Aida lloraba, derrotada, se había cerrado herméticamente en sí misma, recordaba a un pájaro arrinconado en su jaula una vez que sus plumas han probado las texturas y hostilidades de la libertad. El diario descansaba abierto en su regazo, la cabeza le dolía tanto como el corazón, y por primera vez parecían de acuerdo en algo. Bajó de nuevo la vista hacia el diario.
Domingo
Un enorme muro se ha levantado, no lo han construido delante ni detrás, sino sobre mí. Atrapada, hoy es domingo y no puedo salir del viernes. No puedo. La gente a veces se queda atascada en un momento, unos instantes, el espacio entre latido y latido, y después, comienzan a contar el tiempo a partir de ahí.
Yo ya no puedo salir, y no sé si quiero, tanto tiempo debajo del agua que he terminado echando branquias: si consigo salir, agonizaré; y si me quedo, terminaré colgada de algún anzuelo.
Hasta escribir me resulta complicado, las palabras (aún teniéndolas), las siento cubiertas de arenas movedizas, cuanto más se fuerzan, más se hunden. Forzar, hundir; los conceptos se desinflan, se vacían de sentido con una rapidez extraordinaria.
Apenas dormí la noche antes del examen, enredaba las sábanas con los nervios y calmaba las tiritonas con sudores. Salí muy temprano de casa, recuerdo que me distraía con cualquier estupidez y eso me molestaba, me convencía como cualquier creyente de que si adoraba el examen, si solo pensaba en él, algo bueno me terminaría pasando. Llevaba puesta la misma ropa que en otros exámenes ya aprobados, y procuraba no pisar las grietas de las baldosas.
Todo dio igual.
No fui a casa el viernes, no podía soportar la imagen de mi madre preguntándome con cariño cómo me había ido el examen.
Estuve sentada en una cafetería la mayor parte del día, veía la gente pasar, pensaba muchas cosas, en cualquier momento me podía explotar la cabeza y yo iba a quedarme viéndolo, cómo pasaba lentamente.
Puede que sonara a locura, pero era muy agradable tener al fin la certeza de algo. En ese punto, cuando estás tan abajo es cuando se piensa en la vida, en el ahora, en las grandes preguntas (todas las que no tienen respuesta); piensas en el sentido, en lo que somos, en la felicidad y te consideras un fracasado por no saber qué responder a preguntas como “¿quién soy?” o “¿soy feliz?”. Definitivamente se tenían que haber creado para acabar con la raza humana más que para ofrecer tesoros eruditos a la humanidad. Una broma pesada, había que tener cuidado, entre carcajada y carcajada, de no quedarse sin aire.
Miraba a las personas caminando por la calle, todos con sitios a los que llegar, de los que volver, mirándose entre sí, juzgándose y con miedo a ser juzgados, reaccionando a estímulos, intuiciones, silencios, ignorando preguntas y obviando las respuestas; creyentes de su diferencia con el rebaño, pastores emancipados (perdidos en su papel), atrapados por el dardo del pasado y la diana del futuro, riendo, llorando, sintiendo, esperando… vivir no era difícil si sabías cómo hacerlo.
Por la noche me fui de fiesta, no sé muy bien por qué, es difícil saber lo que queremos, no solo porque no haya una fórmula exacta para conocernos, sino porque somos expertos en sabotear nuestros deseos. ¿Qué quiero?¿Y por qué tengo que querer algo? ¿Alguien puede decirme qué debería querer? Recuerdo estar en mitad de la pista, con mi amiga gritándome que me integrara y la mitad de la discoteca enterándose de que no estaba integrada.
Podía sentir como corría de algo o de alguien, ¿por qué había ido allí?¿por qué salía la gente de fiesta?¿qué hacíamos todos congregados allí?¿tenía que creerme que eso era lo que hacía la gente con su tiempo libre? Tal y como lo hacía yo, es abrumador verte envuelto en una actividad en la que no encuentras un para qué convincente. Y seguir haciéndolo, porque ¿cómo se para un mundo en marcha? Podemos pisar el freno y salir disparados, o quedarnos quietos y ver cómo todo el mundo avanza sin nosotros, incluso podemos seguir el ritmo a todo y ver cómo dejamos atrás nuestra identidad.
Podemos hacer tantas cosas que es mejor, más fácil y menos suicida arriesgarnos a hacer lo de siempre.
Y a todo esto, ¿dónde estaba mi amiga?¿Y quién era este chico? Parecía bueno pero, ¿por qué estaba besándome con él?
Recuerdo despertarme en una habitación con las paredes empapeladas de azul cielo, recordaba haberme sentido bien, entrar cómoda por una puerta que no era la mía, me había sentido relajada y, si no me equivocaba, recordaba también haberle preguntado al chico con el que estaba si tenía un bote.
-¿Un bote para qué?-. Preguntó entre risas.
Es complicado explicar una necesidad cuando tienes la seguridad de que la otra persona no te va a entender.
Un bote para guardar la sensación, para guardar ese “bien” tan abstracto, tan etéreo, tan inalcanzable. Para aprisionarlo y guardarlo debajo del colchón, rodeado con una etiqueta de <<solo para emergencias>>, unos polvos mágicos que poder espolvorear siempre que estuviera al borde del precipicio. Algo que aunque no me diera alas, anclase mis pies al suelo.
Al levantarme no tenía el bote, ni ese bien, y todo empezó a quedarse más y más arriba, mientras yo bajaba y bajaba.
Estaba en un ascensor con los cables cortados, y en la mano tenía las tijeras.
Y como toda situación claustrofóbica y aterradora lo único que quería hacer era salir de allí.
Me fui, no sabía muy bien dónde estaba pero me fui, aunque careciera de posición, me sentía capaz de orientarme.
Desde ese punto hasta que llegué a casa el lenguaje se me escapó de las manos, no pensaba con palabras y tampoco con imágenes, tenía relámpagos en la cabeza, lo suficientemente cortos como para advertir el brillo pero no la forma.
La cabeza me dolía y el estómago aún me quemaba.
Recuerdo cómo antes de entrar en casa tuve la sensación de que algo horrible iba a pasar.
Cuando entré había un silencio forzado, papá estaba encerrado en la habitación, me aproximé al salón donde mi hermana pequeña sollozaba mientras mi madre trataba de calmarla con la angustia de quien sabe que no puede hacer nada.
Apenas me miraron cuando entré, caminé lento hacia ellas y con cuidado de no romper algún plato, pregunté despacio y muy bajito qué era lo que pasaba. Mi madre miró al suelo y pareció susurrar “nada, nada”, pero mi hermana me miró directamente, la última mirada que se lanza a una presa, y explotó: ¡Mamá está enferma!
No he salido de la habitación desde entonces, no puedo salir, se me ha olvidado cómo respirar, y prefiero ser una desaparecida, que la noticia del marinero ahogado.
Toda la tos de mamá no era más que un gigantesco invernadero
No puedo salir, no después de todo, conocedora de mi egoísmo, solo estoy abrumada por mi dolor, encerrada en mis desgracias, restregándome en ellas, incrustándomelas hasta que no haya distinción entre ellas y yo.
No hago nada, no tengo apenas ocupaciones, soy un péndulo sin sentido ni dirección, víctima de mi propio vaivén.
Porque yo solo tengo miedo al vértigo, y las caídas me resbalan tanto como yo resbalo sobre ellas.
Tampoco se trata de que no encuentre un sentido, propiamente nunca lo hice, e imagino que pocas personas lo harán, el problema no es ese, el problema es no poder seguir fingiendo que juego con cartas imaginarias. Jamás vislumbré la altura de una de mis cumbres, pero ya conozco demasiado bien mis valles.
No puedo seguir aparentando que estoy cómoda en lo incómodo, que en los incendios hace frío, y que no necesito sentidos ni direcciones para saber a dónde voy.
Ni siquiera merecería destruirme.
Pero hoy es domingo y estoy tranquila, dormí toda la noche y tengo la calma de quien se ha despertado de un largo y horrible sueño y coge aire sabiendo que todo es mentira.
No es que no haya tenido suficiente, pero tampoco quiero más.
Lo siento
Aida seguía llorando, destrozada fijó su mirada en el dibujo de la última página. La mujer caía, pero su expresión no lo comunicaba, cómoda, parecía haber encontrado su lugar. ¿Qué condenaba a una persona a buscar todos los motivos de sus huidas? Ahora podía entender el empeño de su madre por mantener el diario escondido: jamás había leído algo tan desgarrador.
Las manos le temblaban, podría haber salido volando, llegaría un viento fuerte, un último soplo de vida, arrastraría hojas secas, ascensores, botes y dolores de cabeza, los libros se abrirían y se convertirían lentamente en mariposas aterciopeladas, las luces se apagarían y aprenderíamos a dormir en la vida y vivir en los sueños, nos olvidaríamos de saltar para no ser cazados al vuelo, practicando para llegar a respirar todos a la misma vez, coordinados para que el mundo se hinchase y deshinchase lentamente a los gigantescos ojos del universo. En mitad de la habitación, ella flotaba, la existencia descansaba únicamente sobre ella, las paredes, el techo o el suelo se volvieron tan necesarios como el aire acondicionado en invierno. No se escuchaba un ruido, estaba demasiado disgustada como para permitirse hacer ruido. Las primeras y últimas siete hojas de vida de ese diario. Se sentía lo suficientemente identificada como para que pareciera un espejo que mirara a otro espejo: no se imaginaba que su hermana hubiera sufrido tanto. Hacía ya casi 15 años, la minúscula historia que recordaba era bastante distinta. Su madre siempre se negó a hablar de Sofía, herida en su rol materno, era más fácil negar a su hija que negarse a sí misma. Teniendo Aida 8 años, había crecido con la marcha de su hermana y la enfermedad de su madre. Su padre se aisló, atentando la maniobra de las avestruces, y aunque Aida no se lo reprochaba, tampoco se lo perdonaba. Se había desarrollado en un mundo siempre al borde del desastre. Presa de los balanceos del destino, ¿para qué necesitaba columpios cuando tenía su casa? Contrario a lo que habían tratado de convencerla, su hermana nunca estuvo loca, no quería hacer daño a nadie, estaba herida, y desangrándose no podía perseguir a persona alguna. Necesitaba ayuda. Puede que comenzara ese diario en un intento desesperado de comprenderse, comprenderse como requisito imprescindible para salvarse. Sin embargo, las palabras se debieron de amontonar, debieron de crecer y se hicieron tan grandes que terminaron taponando toda salida. Apasionada del dibujo, ese último que dejó, debió de hacerlo en condiciones infrahumanas, aguantando la respiración y midiendo cada latido. Aida la recordaba como la hermana perfecta, la que nunca ha roto un plato; nada más lejos de la realidad, la presión de la perfección la debió de llevar a recoger por sí misma y esconder todos sus platos rotos, a disimular las heridas y roerse los quejidos. No cabía duda de que parecer distaba mucho de ser, y toda apariencia era necesariamente una mentira. Teníamos múltiples ejemplos hoy en día, la economía estaba rodeada por una gigantesca muestra, así, desde muy pequeños nos habían convencido de la importancia del dinero, el centro del mundo, pues si no, no tendrían que habernos repetido a lo largo de toda la vida que el dinero en realidad no importa, que no da la felicidad. No sería necesario negar algo que no se hubiese afirmado durante tantísimo tiempo. No sería necesario aplicar maquillaje sobre las heridas si estas no estuviesen. Condenada a la mentira, la imagen de su hermana estaba edificada sobre humo. Su madre siempre esforzándose por reprimir cualquier intento de que el diario saliera a flote, y tal y como el niño que encuentra la pornografía una vez que se le ha negado toda educación sexual, Aida estaba desconcertada, sorprendida y decepcionada. Furiosa y empática con su madre, no quería sentir que ella tenía la culpa de nada, prefería sentirse un sujeto libre y responsable que un dedo señalador. Empatizando también con su hermana, sentía que se confundían sus sentimientos con los de ella, podría haber escrito perfectamente las hojas de ese diario y no habría existido diferencia. Tenía la mirada empañada, como cuando hace demasiado calor dentro y frío fuera, aunque esta vez fuera al revés. No quería pensar que todo hubiera sido así, que todo estuviera siendo así, no quería pensarlo pues no había nada qué hacer, ¿de verdad solo podía dejarse caer? Ni una rama, ni un saliente, ni un instante de incertidumbre sobre el que colgarse. Nada. ¿Tenía que creerse que solo ella se llevaba ese tipo de arañazos? ¿Nadie más latía para sangrar? La viajera sin billete. “Nacer para morir”, eso eran estupideces: nacer para sobrevivirse, tenía más sentido con los giros del mundo, ¿por qué su hermana le había hecho eso? ¿por qué había tenido que dejarla así? ¿lo habría hecho ella acaso? Pero no, no podía pensar eso, no podía culparla de nada, había sufrido, era una víctima, una víctima, pero entonces ¿era ella el verdugo? o peor, ¿y si no había verdugo? Una partida perdida, estaba atrapada en una partida perdida, ¿y cómo podía encontrar su antídoto si no sabía de qué veneno estaba hecha? Miró por la ventana, arriba, hacia el cielo, caía el atardecer y tres colores perfectamente delimitados acechaban sobre ella, un imponente semáforo que solo invitaba a estrellarse contra él. Quizás ahí estaba la belleza de estar abajo: poder mirar hacia arriba; o frenar mientras todos aceleraban, para sentir las caricias del movimiento en la piel amoratada, ¿al fin y al cabo, qué cumbre no venía del fondo del mar? Pero no se crecía así como así, si las manos estaban demasiado hinchadas y la lengua demasiado descosida, era imposible lamerse las heridas. Lo iba a hacer. Esta vez sí, esta vez lo iba a hacer, no esperaría más, iba a gritar que estaba cayéndose, que en cualquier momento iba a romperse el instinto de supervivencia. Abría la boca, más y más. Esta vez sí, no era ficción, lo sentía, estaba ahí, se sentía así. Descolgó el teléfono. Estaba ahí, lo sabía, se sentía así y tenía sentido porque se sentía así, si ella se caía las invalidaciones también lo iban a hacer. Comenzó a marcar lenta y concienzudamente, poco a poco, no se iba a equivocar, iba a hacerlo bien. Revisó a cuentagotas cada número, observó su forma, sus espacios, los calibró, y repitió mentalmente 91 394 5200. Llamó. Iba a encontrar el paracaídas que su hermana también tenía, pero que no pudo llegar a abrir. Iba a hacerlo.
Así, en el transcurso de la conversación, buscó un lápiz y ávida también con el dibujo, se dedicó a poner algunos puntos y otras tantas comas al dibujo dejado por su hermana.