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Cuando la ausencia me cala los huesos

Gabriela Jirau Delgado

Al principio, Sunny era tan pequeña que se colgaba de mis orejas como si fueran pendientes. Maullaba en mi oído a lo largo del día, haciéndome soltar risitas cuando su ronroneo cosquilleaba mis lóbulos. Su presencia era cálida, como el sol. Su tacto, tan suave que era inevitable caer rendida en sueño abrazándola. Sunny era tan tan tan diminuta que me cabía en la palma de la mano, incluso con espacio de sobra, y me la podía llevar a clase sin que nadie se percatase. A veces, se me olvidaba que no éramos un mismo ser, lo que la hacía refunfuñar. No recordaba ni un sólo momento en el que no hubiésemos estado juntas desde el último año.


Estar con Sunny era como despertarse un sábado por la mañana, con las sábanas pegadas al cuerpo y los sueños aún resbalando por los ojos, invadida por la sensación de que todavía quedaba todo el fin de semana en adelante, y no importaba dormir de más. Estar con Sunny era como pasear por una calle tranquila, sin ruido, tan sólo oyendo el canto de los pájaros. Estar con Sunny era como sentir una agradable calidez por todo el cuerpo, como observar la lluvia desde una ventana, con una taza de té caliente entre las manos.


No me percaté de lo mucho que había ido creciendo en aquellos meses hasta que comenzó a tirarme de las orejas. Después de aferrarse con sus garritas a ellas durante días, acabó por rendirse, y apoyarse en mis hombros. En clase, la obligaba a meterse en el bolsillo delantero de mi mochila, dejando la cremallera un poco abierta para que pudiera respirar. Apenas pesaba nada, pero se meneaba tanto que me resultaba imposible mantener una buena postura cuando se aferraba a mi espalda. De haber estado conmigo, sé que mi madre me habría advertido y habría podido corregir mi joroba, pero en mi habitación en la residencia de estudiantes sólo estaba yo. Y Sunny. Siempre ella.



Sunny crecía en las ocasiones más insólitas y menos previsibles. No había forma de medir el tiempo o la magnitud de sus estirones. La lógica no era suficiente. En el parque, viendo las dos solas el atardecer, al pensar en mi pueblo y sus ocasos surcados por el oleaje, Sunny comenzaba a maullar. Al volver a casa, me daba cuenta de que estaba más gorda, pero siempre lo achaqué a la posibilidad de que se dedicase a la caza furtiva de ratones mientras yo suspiraba por mi hogar. Al salir de mis clases de piano, tras tocar alguna melodía que adoraba en mi adolescencia, Sunny se disgustaba tanto que crecía por lo menos un centímetro, y su pelaje se oscurecía, hasta tener una tonalidad muy similar a los nubarrones de una tormenta. En las noches que el agobio me invadía, sé que intentó por todos los medios estirarse hasta cubrirme con todo su pelaje para reconfortarme.


La universidad era fría y poco acogedora. Todas las expectativas que había ido acumulando a lo largo de mi vida, quedaron destrozadas la primera semana de clase. A nadie parecía importarle nada más que su propia persona. Los grupos de amigos parecían haberse formado hace mucho, a pesar de que el curso acababa de empezar. Algunos compañeros y yo misma nos vimos relegados a la denominación de solitarios, si bien yo nunca había pensado que lo fuese Por eso, Sunny era muy protectora conmigo. En la cafetería de la universidad, mientras yo me tomaba una napolitana de queso y le daba algunos trocitos furtivos, Sunny se volvía histérica si alguien me saludaba. Tan celosa se ponía, que parecía convertirse en una pantera. Entonces, yo agachaba la cabeza y apartaba la vista, avergonzada.


Su tamaño no comenzó a ser un problema hasta que ya no podía cargarla a cuestas sobre mi espalda. Durante algunas semanas, la fui escondiendo en bolsos de tela, bolsas de deporte e, incluso, una maleta de viaje con ruedas. Sunny pesaba tanto que cuando la llevaba conmigo a clase tenía que mirar siempre al suelo, para no tropezarme, e ir completamente encorvada para subirla por las escaleras. Me preocupaba tanto que se agobiase dentro aquellas prisiones inventadas que dejé de tomar apuntes. Le susurraba desde mi asiento y la acariciaba a hurtadillas. Nunca nadie pareció darse cuenta.


Cuando mi equipaje dejó de ser suficiente, decidí colarla en el bus conmigo y soltarla por el jardín de la facultad durante las lecciones. Mi aula daba al exterior, por lo que me pasaba todas las lecciones mirando a la ventana, preocupada de que alguien la viese y se la llevase. Sin embargo, Sunny siempre se posaba en el alféizar y dormitaba, mirándome de vez en cuando. Cada hora, minuto y segundo que pasaba sin ella, me hacía absurdamente desgraciada. En clase, las manos me temblaban, mi pulso se aceleraba y solo conseguía escribir palabras indescifrables que nunca me molesté en comprender.


La mañana en que Sunny dejó de caber por la puerta del autobús, sentí tantas náuseas que decidí que era mejor no ir a clase aquel día. Por entonces, Sunny no paraba de estornudar y temblaba como un pajarillo. Ya no le gustaba ir al parque a dar paseos junto al estanque, tampoco ir al cine por las noches. Ni siquiera jugaba ya con mis jerseys de lana. A Sunny sólo le apetecía dormir apoyando su cabeza en mi regazo. Dormir y sólo dormir, día y noche. Tan juntas estábamos, apretadas en mi cama, que acabé por contagiarme de su extraña enfermedad. La calidez que solía sentir se transformó en un frío tremendo, que sólo se apaciguaba cuando la abrazaba. La luz del sol comenzó a darme dolores de cabeza, así que comenzamos a dejar las persianas siempre bajadas. Las primeras semanas, nos permitimos el lujo de encender una lamparita lo suficientemente brillante como para leer algunas novelas. Al cabo del tiempo, su luz comenzó a ser tan molesta que se asemejaba al sol, por lo que no volvimos a encenderla y convinimos en que lo mejor era mirar al techo y tratar de descansar, porque estábamos agotadas, a pesar de no hacer nada. A veces, sentía que ella era más real que yo misma y que todo lo que algún día había podido conocer.


La cocinera del comedor de la residencia siempre pasaba lista para saber quién faltaba, si bien tardó en darse cuenta de mi ausencia. Nunca nadie me preguntó si había cogido un extraño virus, si sufría de una parálisis que me impedía moverme de la cama o, simplemente, si me encontraba bien. Aún así, a pesar de que comíamos con bastante irregularidad las bandejas que nos subían a la habitación, Sunny seguía creciendo sin parar. La mañana de mi cumpleaños, se disgustó tanto por no recibir una llamada de mamá, que creció más de lo habitual y acabó por echarme de la cama. No me importó demasiado. Por todo el suelo de mi cuarto, se amontonaban bandejas con platos llenos de sobras, ropa sucia y otras cosas que, simplemente, se cayeron un día y no me molesté en volver a recoger.


Antes de Año Nuevo, Sunny había crecido tanto que sólo podía permanecer en la habitación sentada en una esquina. Roncaba tan fuerte que me llevaba noches y noches sin dormir, en un eterno duermevela. El treinta y uno de diciembre, subí un poco la persiana para ver el cielo lleno de colores. A medianoche, no recibí ninguna llamada. A las tres de la madrugada, mi móvil sonó, y me di cuenta de que era la primera vez en meses en que oía una notificación. No me molesté en mirar quién era. Mi padre se dedicó a mandarme muchos mensajes aquella noche, seguramente envalentonado por la bebida. Dónde estaba, por qué no había vuelto a casa y qué cojones me creía que hacía. Quise contestar, de verdad que quise, pero teclear todo aquello me parecía un trabajo inmenso. Malcriada y egoísta, eso es lo que me llamó, por haberle abandonado. En realidad, mi padre podía contratar a cualquier otra persona. Había sido él el que me había motivado a irme, a pasar página y a alejarme de él, porque no podía mirarme a la cara sin ver el rostro de mi madre. No esperó que me tomase en serio su propuesta. Ya no había vuelta atrás. Sus promesas de que todo iría bien me parecieron ilusas, como mi decisión de mudarme a la ciudad para estudiar.


Sunny acabó por ocupar el resto de la habitación aquella noche, y salí rodando bajo ella, aplastada por su enorme barriga. Nada estaba bien. Nada saldría bien. Sunny iba a seguir creciendo y creciendo hasta que fuese tan grande que no cupiese en el edificio, ni en el barrio, ni en la ciudad. Detestaba su presencia, pero no podía zafarme de ella. Estar con Sunny era como ser asfixiada por un montón de mantas. Como nadar en una piscina de té hirviendo, masticar arena o pisar cristales. Soportar a Sunny era echar de menos a mi madre todos los

días. Allí, aplastada por ella, lloré tanto y tan alto que fui yo quien la despertó. Se le hincharon las fosas nasales y me siseó, pero la ignoré por completo. Lloré por primera vez desde el funeral. La pared se llenó de grietas de lo gorda que se puso, pero me dio igual. Lloré y lloré y lloré toda la noche, hasta que me quedé dormida.


A la mañana siguiente, Sunny había encogido lo suficiente como para que pudiese salir de debajo de ella. Toda mi habitación estaba impregnada por su aroma y quise vomitar. Me marché de la habitación y solo volví al atardecer. Sunny me esperaba, irritada. La ignoré durante días, aunque siguió esperando a que reconociese su presencia y, poco a poco, comenzó a decrecer. El día en que, por fin, pude abrir las ventanas de mi cuarto, la metí en el armario y cerré las puertas como pude, diciéndole que contuviese el aire unos segundo. Sunny se pasó la noche lloriqueando. Acabé por sacarla de allí, y la empujé para que se metiese debajo de la cama. Obedeció y se apretujó junto al polvo como pudo. Odiaba tanto su presencia que procuré pasar lo menos posible en la habitación. Busqué un trabajo a media jornada y recogí toda la mugre del suelo.


El día en que me decidí a volver a la universidad, Sunny se las arregló para salir de debajo de la cama y perseguirme. Ahora, iba a todos los sitios andando para distraerme. Su barriga era tan prominente que se balanceaba de un lado a otro de la calle. Se chocaba con todos los árboles que se cruzaban en nuestro camino y tropezaba continuamente. Yo caminaba deprisa, huyendo de ella. Aquel primer día, estuve a punto de conseguirlo. En el último tramo, me relajé y bajé el ritmo. Se abalanzó sobre mí y caí. Volvimos juntas a casa, pero no quise mirarla. Me llevó semanas llegar a las escaleras de la facultad y, para entonces, Sunny se había vuelto casi tan atlética como en los viejos tiempos, aunque aún me sacaba una cabeza. Al salir de la primera clase, me sentí abrumada, pero aliviada. El mundo real había seguido existiendo mientras yo había decidido no participar en él. En el camino de regreso, sentí que mis pies eran ligeros y enderecé mi espalda. Me sentí tan contenta que salté de emoción y me choqué con Sunny, que maullaba emocionada también. Nos miramos por primera vez en meses. La primera vez que lloré de alegría, lo hice agarrada de ella. Su pelaje se erizó y pareció volverse dorado. Brillaba como el sol.


El curso siguiente, Sunny casi había vuelto a su tamaño normal. A veces, se hacía tan grande como yo, incluso, imitando mi caminar. Otras, se encogía tanto que me preocupaba haberla perdido para siempre. Sin embargo, ya nunca volvió a asfixiarme como aquellos días. Ahora, la dejo que me arrope cuando la ausencia me cala los huesos y no me queda otra que aceptar la pena.

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